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EL DON DE LA DESESPERACIÓN

Por: ANONIMO

«Nuestra enfermedad siempre reaparecía o seguía avanzando hasta que,
desesperados, buscamos ayudarnos los unos a otros en Narcóticos Anónimos.»

Realmente no me considero una persona que pueda hablar sobre la recuperación, dado que aún no completo ni noventa reuniones, así que, voy a hablar de lo que sé y lo que he vivido dentro y fuera de la adicción.

Esta semana, la del aniversario de mi grupo, ha sido bastante sustanciosa, ya que, he podido escuchar las experiencias de otras personas de manera más profunda, y, lo más importante, identificarme con eso y entender que estoy enferma y que no tengo cura. Que el hecho de tener las 90 reuniones o más, no quiere decir que se haya superado o que ya haya pasado la tormenta. Como mencionamos en las reuniones, la adicción es como tener diabetes o hipertensión, es una enfermedad sin cura, pero podemos controlarla con una serie de pasos.

Pido disculpas de antemano, si por mis nervios me olvido de algo, soy una mujer de pocas palabras, y, es un poco incómodo hablar de mi misma y sobretodo de las sombras que me acompañan. Quiero pedir de antemano que por estos breves minutos recuerden quienes eran a sus veinte años; lo que soñaban ser, las ilusiones, los planes y anhelos que tuvieron, para que puedan entender un poco más esto que voy a compartir.

Siempre he sabido y he compartido que la adicción en hombres y mujeres no es lo mismo a pesar de que hablemos de una misma enfermedad y se repitan ciertos patrones la experiencia es diferente.

Mi adicción empezó a los 6 años. Desde temprana edad empecé a tener actitudes de un adicto como consumir a escondidas, mentir, robar dinero para comprar más. Tenía sensación de culpa e incluso a consumía sin siquiera tener ganas o capacidad y resistencia para seguir, lo cual desató, en menos de lo que canta un gallo, desórdenes alimenticios.

Está comprobado que los primeros siete años de un niño serán los que definan sus comportamientos, reacciones y personalidad el resto de su vida, así que por ahí ya íbamos mal. Mis padres me tuvieron a temprana edad, justo cuando empezaban la carrera de medicina y por sus caracteres tan similares se separaron. Como ya tenían una responsabilidad ambos decidieron mandarme con mis abuelos maternos hasta terminar su carrera, lo cual hizo que creciera en un ambiente budista, vegetariano, de color rosa. No tenía lujos, no tuve la suerte de tener padres o una familia que me diera todo en bandeja de plata, pero nunca me falto nada y aprendí a ajustarme a lo que había.

A los siete años todo cambio, ocurrió un suceso que desencadeno un efecto de bola de nieve en mi vida. Sufrí mi primer abuso, un acontecimiento que quedo muy escondido en mi mente, y que, hasta el sol de hoy, sigo procesando ya que es algo que no creo poder olvidar y ya no puedo esconder en mi mente. No la puedo hacer a un lado como lo hago con la mayoría de mis sentimientos y emociones, pero en ese entonces esa fue mi solución inconsciente; así que como mecanismo de defensa suprimí este recuerdo hasta que cumplí diez y ocho años cuando escuché una conversación familiar.

A los doce años empecé a sentir un vacío en medio de mi pecho y ruido en mi cabeza; mi adicción se hizo más fuerte, y comenzó el consumo de cosas más fuertes para callar esos sentimientos que no entendía de dónde venían, pero, por alguna razón eran persistentes. Me cansaba físicamente y no me dejaba descansar, hablaba dormida y tenía sueños raros y repetitivos. Al consumir, por primera vez en la vida me sentía relajada, ya no tenía que estar a la defensiva, ya no soñaba, la cabeza se había quedado en silencio y el vacío había desaparecido, no sentía el dolor físico y por fin podía dormir y descansar de verdad, hasta que, un día, se me paso la mano y el susto fue más grande que la necesidad de seguir ahí. Fue así que tome una pausa y abandone las sustancias temporalmente, tenía quince años.

A mis diez y seis volví a ser abusada, pero esta vez no había quedado reprimido en mi memoria y quise acabar con mi vida en múltiples ocasiones. No me sentí sucia como ha sucedido con otras personas, me sentía tonta por no haber hecho nada, por no defenderme lo suficiente, ni luchar. Simplemente tuve mucho miedo cuando ocurrió ese terrorífico acontecimiento. Caí en uno de los episodios depresivos más oscuros que he tenido en mi corta vida, realmente estaba convencida de acabar con mi vida; y, si lo iba a hacer, tenía que hacerlo bien, así que investigue, leí, busqué las mejores maneras de morir. Si decidía hacerlo quería hacerlo en paz y sin sufrir, ya que no quería que mis últimos alientos de vida fueran dolorosos también. Ya había sufrido tanto y sentía que merecía irme en paz. Para esto, había cumplido los diez y siete años.

La semana que tenía planificado despedirme sucedió algo que cambio todo. Quizás fue Dios, el universo que metió su mano, o simplemente una casualidad, pero recibí el mejor consejo de todos, a tal punto, que se ha vuelto uno de mis lemas de vida: “¿Vas a nadar tanto para morir en la orilla?”.

A los diez y ocho años me casé, creí que ya todo había desaparecido, los miedos, las ansiedades, las preocupaciones. Era la mejor relación de todas y vivía en un cuento de hadas de bajo presupuesto. A los veintiún me divorcié porque la distancia, los celos y la diferencia de intereses se había vuelto más grande que cualquier otra cosa. Cuando finalmente nos separamos oficialmente me di cuenta que no había sido una relación tan perfecta como creía, y, yo era la culpable de eso. La relación se había vuelto en un lienzo en donde plasmé todas mis inseguridades; se volvió tóxica, perdí la poca individualidad que tenía, no era nadie, no sabía lo que me gustaba, no sabía nada sobre mí.

Siempre me he fijado en que todos tenemos una etiqueta, que se acompaña de una personalidad definida como el artista, el chistoso, la bonita; yo no tenía ninguna, y entré en desesperación al querer encontrarme, a como diera lugar. Apareció una nueva sustancia en mi vida, sentía tanto dolor, tanta culpa, porque sentí que lo había abandonado, que había sido egoísta y quería apagar eso, dejarlo de lado. Ignorar mis emociones era cada vez más difícil y doloroso y esta sustancia lo hizo. Todo parecía pequeño y podía ver las cosas con “cabeza fría”, ya que mis emociones se habían adormecido por fin. Mi mente estaba en silencio y podía disfrutar después de mucho tiempo el sonido del vacío, y, lo mejor de todo, disfrutar de mi propia compañía, aunque solo fuera por un par de horas. Cuando se acababan los efectos, volvían los demonios, el dolor articular, el dolor muscular e incluso peor. Me reprochaba más y consumía más. Buscaba consumir cosas más fuertes para dejar de sentir de una vez por todas.

Esconderme y mentir era algo que ya había practicado y requeté practicado, así que era fácil para mi consumir “a escondidas”. Durante el consumo conocí muchas personas, y como todos estábamos en la misma onda, la sustancia siempre estaba a la orden y “gratis”. Las comillas son un sarcasmo, porque nada en esta vida es gratis. Las fiestas iban y venían y no se pagaban solas. Cada vez necesitaba más y más frecuente, así que, empecé a ofrecerme por sustancia o dinero para comprar más. Mi circulo se empezó a conformar de chicas que se dedicaban a lo mismo y chicos dispuestos a dar lo que sea con tal de dormir en una cama con una chica.

Mi carácter se hizo exponencialmente hostil. Sentía náuseas y ni siquiera toleraba un abrazo de mi mama, mucho menos de mi papá, así que, tomé la decisión de mudarme por mi cuenta. Por fin nadie me jodía, nadie se quejaba, podía salir de fiesta cinco días seguidos como siempre había querido. No tenía que darle explicación a nadie, hasta que, un día, tuve una sobredosis, lo poco que recuerdo antes quedar inconsciente por algunos días, es bastante oscuro y aun me causa nauseas de solo pensarlo, había vuelto a pasar ¿Cómo pude permitir eso?

Al de salir del hospital, cuando estuve sola, en mi habitación, tratando de recordar cómo me había hecho los moretones que tenía en las piernas y los hombros, empecé a llorar con dolor. El sentimiento que juré que jamás se volvería a apoderar de mí, había regresado, me invadía y me distorsionaba los pensamientos; quería morir porque sentía que me había defraudado, que todo por lo que había luchado se había venido abajo. Y como no iba a ocurrir así, si lo que utilicé para apoyarme emocionalmente era más frágil que una cascara de huevo.

Nunca me había sentido tan sola como ese instante, así que me refugié y traté de entumirme más y olvidarlo todo con la esperanza que volviera a tener una sobredosis o que directamente me mataran por andar con las personas equivocadas.

Un día uno de mis amigos deseaba pasar el rato conmigo, yo me sorprendí porque no creía que yo fuera de su gusto, pero accedí, fue el servicio más horripilante, asqueroso y barato que di en mi vida. Me había vendido por una dosis. Estaba sin dinero y el cuerpo me gritaba que necesitaba consumir a toda costa. Seguí consumiendo y consumiendo, no se iba el sentimiento que llevaba por dentro. La bola de nieve era cada vez más grande y difícil de ocultar. Ya no tenía empleo, no tenía dinero y mis clientes se habían quedado sin dinero también. Debía pagar mis deudas, el arriendo y si me quedaba plata algo de comer.

Estuve un mes completo sin salir de mi cuarto, comiendo chetos y suntea. No podía dormir y no podía percibir aromas y sabores. Los sonidos se hacían cada vez menos claros y los colores tomaron tonos grisáceos. Ya nada tenía sentido, solo esperaba tocar fondo y quedarme ahí. Pase la última semana pensando nuevamente en quitarme la vida, pero una vocecita dentro de mí, sabía que esa no era la salida.

Una mañana me quede al borde de la cama, respire, vi a mi alrededor y entendí que yo era la responsable, y que, así como me metí de cabeza en esto, debía hacer lo posible por salir adelante. No tenía vida, y sobrevivir cada vez dejaba de ser una opción. Sin pensarlo y meditarlo, casi como un impulso más, como si fuera el último intento antes de desfallecer, fui a la casa de mi madre y pedí ayuda.

Ella se encargó de investigar y averiguar, fue así que llegue a NA. Yo sabía que, si no lo hacía, no iba a terminar bien. Realmente necesitaba empezar de cero y reenfocarme así que inicie este proceso de sanar mis heridas, porque si algo he aprendido, es que el problema no es la sustancia, si no las emociones que desatan el consumo. La sustancia que empecé consumiendo, a los seis años, fue la comida, a los trece fueron el tabaco, el alcohol y medicamentos; luego vinieron drogas las duras.

El venir al grupo me ha abierto los ojos un poco en este corto tiempo. De corazón agradezco ese mes de tortura, porque de no ser por eso, nunca hubiera dado el paso, además que me alienta a continuar. También me hace darme cuenta de cosas que mi orgullo y soberbia no me dejan ver.

Sigo viniendo, y muchas veces lo hago con las emociones a flor de piel, alterada y con ganas de desbaratar todo a mi paso. El oír las cartillas, el compartir de los demás, la oración de la serenidad me quita esa venda y me doy cuenta que no es para tanto y que debo ser paciente y vivir solo por esas 24 horas.